martes, 4 de junio de 2013

Creepypasta Emulador de sueños



Lo peor que hice en mi vida ocurrió hace doce años, cuando tenía dieciséis y vivía en Cleveland, Ohio. Fue al comienzo de otoño, cuando las hojas estaban empezando a tornarse naranjas y la temperatura comenzaba a decaer, haciendo alusión al torrente frío que estaba a pocos meses de distancia. La escuela acababa de empezar, pero toda la emoción de regresar y reunirse con los viejos amigos había sido sustituida por la idea de que estábamos cautivos en un lugar que sólo quería cargarnos de trabajo.
Naturalmente, mis amigos y yo estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de recordar cómo era cuando no teníamos obligaciones, aquellos días de verano libres de responsabilidades.
A principios de ese año, uno de mis amigos del trabajo —en McDonalds, que algunas personas creen que es algo poco convincente, pero la pasé bien allí— me había enseñado una técnica para «morir» con la ayuda de un asistente y regresar a la vida a los pocos segundos.
Funcionaba así: la persona haría diez respiraciones largas y profundas, y en la décima cerraría sus ojos, apretando los parpados y conteniendo la respiración tan firmemente como le fuera posible, mientras cruzaba sus muñecas sobre el corazón. Entonces el asistente le daría un abrazo fuerte desde atrás, apretando las muñecas de la persona contra el esternón. En cuestión de segundos ésta perdería la conciencia. El efecto dura sólo un segundo o dos, pero pareciera que hubieses estado fuera de tu cuerpo por horas, y cuando retomas la conciencia, la sensación de desorientación, de no saber en dónde demonios estás o qué estás haciendo allí, es impresionante.
Sé que algunas personas dirán, «¿Qué carajo? ¿Sos retrasado o algo así?», y sí, ahora sé que probablemente matábamos millones de neuronas cada vez que «moríamos»; pero yo era un joven de dieciséis años, aburrido a más no poder y creía que era genial. Os alentaría a probarlo para que lo experimentaseis por vuestra cuenta, pero luego de lo sucedido, nunca se lo recomendaría a nadie.
Otro efecto secundario interesante de esto, que fue en realidad la razón por la cual lo hacíamos, es que mientras permaneces «fuera» de tu cuerpo, siempre estás lúcido y tienes sueños vívidos que puedes recordar fácilmente al despertar (después de todo sólo te has dormido por unos segundos). Éramos buenos chicos y nunca probaríamos drogas, así que para nosotros esto era lo que el LSD era para un hombre pobre.
Las visiones o sueños están relacionados de alguna forma con lo que veías justo antes de morir. Por ejemplo, una vez soñé que estaba escalando una montaña, estaba en la cima del Himalaya o algo así, pero había un pasamanos. ¿Quién diablos pone un pasamanos de escalera a 6,000 metros de altura? Cuando volví a mi cuerpo y recordé en dónde estaba, me di cuenta de que había estado mirando la escalera que se encontraba en una esquina de la sala de estar de mi novia. En otra ocasión, tuve una visión de Pedro Picapiedra sonriendo y levantando sus manos delante de un mural con el logotipo de la ERAD (Educación de Resistencia al Abuso de Drogas, un programa en el cual policías enseñan a los niños de escuelas públicas sobre estos asuntos), y cuando volví a mi cuerpo pude ver que mi amigo Brett tenía el mismo logotipo en su camiseta. Ahora, de dónde salió Pedro Picapiedra, no tengo idea.
Nuestras visiones siempre eran sobre cosas mundanas, nunca nada raro. Hasta ese día. Como dije, hacía un mes que estábamos en época de clases y hartos de ella. Habíamos salido a pasar el rato afuera, estábamos sentados en las vigas de las torres de alta tensión, en la parte de abajo. Mi amigo Mike subió hasta el segundo nivel de las vigas para estar más alto.
Era un cálido día de octubre y el cielo estaba gris. Lentamente, el cielo fue oscureciendo cada vez más; y en Cleveland eso probablemente significaba que en cualquier momento la temperatura podría descender y, si éramos realmente desafortunados, una lluvia helada podría empezar a caer. El aire estaba pesado y se podía oír el leve zumbido de los cables de alta tensión sobre nosotros. Definitivamente no quería pasar los últimos momentos de una linda tarde de sábado subiéndome a una torre de alta tensión, saltar al suelo y quejarme luego del dolor en mis pies, sólo para hacerlo una y otra vez como estúpidos.
—Hey, ¡vamos a morir por un rato! —dije. Para ese tiempo, dejar nuestro cuerpo no era tan divertido como cuando lo descubrimos, pero era mucho mejor que lo que estábamos haciendo. Vince estuvo de acuerdo, al igual que Richard, pero Mike, el que saltaba desde más alto de la torre, preguntó de qué carajo estábamos hablando.
—Joder, ¿nunca te indujiste el desmayo antes? —preguntó Vince. Mike respondió que no, él había pasado todo el verano en casa de su madre y no estaba al tanto de lo que nosotros habíamos hecho—. Amigo, ¡tienes que probar esto! Mira, te mostraremos.
Vince y yo nos bajamos de la torre, cayendo de pie en el césped. Yo hice las diez respiraciones, apreté los ojos y contuve la respiración. Entonces sentí a mi amigo presionar sus brazos contra mi pecho y, de repente, como si fuese lo más natural del mundo, una langosta gigante estaba trepándose a una de las torres, bajo el mar. Algas marinas crecían del fondo de arena bajo mis pies. Lo siguiente que recuerdo es que cuando desperté Vince y Richard me estaban preguntando, «¡Amigo, ¿qué has visto?! ¿Qué has soñado?». La parte de atrás de mi cabeza me dolía mucho, me estaba matando.
—Mierda, ¿me dejaste caer? —pregunté. Yo no era muy pesado, pero Vince era bastante débil. Él solo se quedó mirándome, y Richard me dijo que sí me había dejado caer. Me preguntaron nuevamente qué vi. Me froté la cabeza y les dije que una langosta, que estaba pellizcándole la cabeza a Vince con sus tenazas. Me volví hacia Mike, y le dije:
—¿Ves? ¡Es increíble! ¡Tienes que probarlo!
—Y una mierda —respondió—, no me fío lo suficiente de ninguno de ustedes como para hacer eso.
—¡Vamos hombre! Tienes que probarlo; no es más peligroso que estar trepado allí. Te prometo que no te dejaré caer como este idiota lo hizo conmigo —le persuadí.
Lo consideró por un momento. Luego saltó de donde estaba, se incorporó y dijo:
—Bien, una vez.
Repitió las diez respiraciones profundas conmigo de asistente para asegurarse de que no lo dejaríamos caer. Contuvo la respiración y yo lo ayudé a caer en ese otro lugar. Sentí el cambio de peso en su cuerpo, y él era un tipo robusto, así que me aseguré de bajarlo lentamente para que no se lastimara. Justo cuando tocó el suelo, volvió en sí.
Despertó gritando.
—¡Mierda! ¡MIERDA! ¡Déjame, aléjate de mí! —gritaba, al tiempo que se levantó de un salto agitando sus brazos alrededor de su cabeza.
Todos retrocedimos, con miedo de ser golpeados por su frenesí; pero más miedo tenía de lo que estaba viendo. Después de unos siete segundos, el doble de lo que generalmente tardábamos en darnos cuenta de dónde estábamos, se tranquilizó.
—Mierda, mierda, mierda…
Jadeaba, respiraba con dificultad, tomando grandes boconadas de aire. Se quedó de pie, encorvado, hasta que cayó de rodillas. Comenzó a mecerse, retorciendo las manos y murmurando.
—Santa madre de Dios, ¿qué demonios has visto? —dijo Vince, pero Mike no respondía. Me le acerqué lentamente y a medida que lo hacía, lo escuchaba sollozar en silencio. Eso en nuestro mundo de «machos» era castigado con la muerte, pero por supuesto, nadie dijo nada. Apoyé una mano en su hombro, pero en cuanto lo toqué dio un grito y saltó para atrás golpeándose la espalda contra la torre. Se abrazó a la columna de la torre, mirándonos con los ojos desorbitados, una mirada de terror absoluto. Pensaría quizá que éramos demonios del averno.
Si en algún momento pensé que estaba bromeando, esa mirada me quitó toda duda. Eso, y lo que sucedió después.
Ninguno dijo nada. A los diez minutos Mike se había tranquilizado lo suficiente como para que Richard lo acompañara a su casa. La temperatura había decaído y comenzó a llover. Le dije a Vince que me iba a mi casa, y le dije que nos veríamos mañana. Siempre pasábamos los días lluviosos jugando Mortal Combat en nuestro SNES, pero no dijo nada. Probablemente querría pasar un tiempo a solas para reflexionar sobre lo que había pasado. Como yo.
Al día siguiente fui a ver cómo estaba Mike, pero él y su familia salieron todo el día. Le pregunté más tarde a dónde habían ido, pero no me respondió. Creo que fueron con un psicólogo puesto que cuando lo vi de nuevo, el martes, parecía estar mejor. Los siguientes días nos juntábamos normalmente, como antes, pero Mike aún no decía lo que había visto. Hablábamos de cosas sin importancia. No fue hasta el sábado de esa semana cuando me contó lo que pasaba.
Estábamos caminando por una calle tranquila del barrio hacia el puente peatonal que cruza el arroyo. Yo hablaba de una chica mayor que conocía, cuando me interrumpió de repente.
—No voy a estar aquí mucho más tiempo.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Vendrán de nuevo esta noche, esta vez ya no creo que sea capaz de aguantar.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién vendrá esta noche, Mike?
—Las manos… las voces.
Para ese punto ya me estaba asustado. Balbuceé estúpidamente un par de veces, y luego dije, estúpidamente:
—¿Qué manos?
—Por la noche miro el árbol por la ventana y luego todo se pone negro. Entonces veo decenas, cientos, miles de ellas empujando contra el vidrio.
—¿Y… qué haces?
—Retrocedo, durante toda la noche, pero estoy cansado. No puedo mantenerlas afuera más tiempo. Y las voces… las voces dicen que tengo que dejarlas entrar, voces de niños pequeños. Voces y manos de niños pequeños.
Bajó la voz hasta ser un susurro. Me di cuenta, por lo que dijo luego, que estaba luchando para contener el pánico.
—Y a veces, veo sus caras —dijo, con voz temblorosa.
Lo acompañé a su casa. Se detuvo en la puerta y finalmente, levantando el rostro, me dijo:
—Dile a Vince que puede quedarse con mi Nintendo. Él no tiene uno y su madre no le comprará uno. Richard puede quedarse con mis discos. Sé que a ustedes no les gustan, pero a él sí.
—Empecé a decirle algo, pero se dio vuelta y entró en su casa. Me gustaría haber llamado a la puerta y ofrecerle quedarme con él, pero teníamos dieciséis y los chicos de esa edad ya no hacían eso. Me fui a mi casa. Dormí mal, asustado, escuchando cada crujido y quejido que hacía la casa.
Generalmente dormía con las persianas abiertas, pero esa noche, cerré todo.
Al día siguiente nos enteramos de que alguien había irrumpido en la casa de Mike. Vi una patrulla de policía en la entrada de su casa. Mis peores temores se confirmaron cuando noté que la ventana de Mike era la que había sido violentada. Mike había desaparecido, y fue todo lo que nos dijeron. Nos hicieron muchas preguntas, buscaban algún pervertido que lo hubiera secuestrado, pero no obtuvieron información de nosotros puesto que no teníamos nada que ver… lo que no era del todo cierto. Su foto apareció en todos lados, y todavía lo están buscando.
Cuando todo terminó, me fui a la biblioteca para investigar qué mierda había pasado, pues el internet no era tan eficiente en aquella época. No encontré mucho. Lo más relacionado que encontré fue algo que aprendí tiempo después, en mi clase de historia universal. Al parecer, los sacerdotes egipcios usualmente se encerraban a sí mismos en ataúdes el tiempo suficiente para morir, mientras que luego eran resucitados y así podían contar lo que vieron en el inframundo, el tiempo que estuvieron muertos. Sólo puedo pensar que por el clima, o por la electricidad en el aire, Mike pudo tener una experiencia más intensa que la nuestra. Tal vez golpearme la cabeza me salvó de lo que él sufrió, no lo sé. Es algo que no termino de entender. A veces acordarme de todo esto, me hace temblar.


La fecha

Desperté, todo estaba bastante iluminado. Cerré velozmente los ojos; siempre he sido histérica con el tema de la luz. Tenía frío, mucho frío. Me envolví en mis brazos para darme calor. Volví a abrir los ojos y así acostumbrarme. Al observar mi cuerpo noté que no llevaba nada más que una simple bata de enfermería.
Miré alrededor, era un cuarto totalmente blanco. El suelo era una única baldosa, lo que me pareció extraño, ¿cómo habían traído una baldosa de ese tamaño a este lugar sin romperla?
Y… ¿qué era este lugar?
No sabía en dónde estaba. Tal vez me desmallé y me llevaron al hospital. Intenté recordar, en vano. Me levanté con mucho esfuerzo. Al volver a mirar alrededor me mareé, el cuarto era tan blanco que no distinguía entre la pared y el piso.
Eché un vistazo a una puerta que estaba ahí. Era de acero, con bastantes tornillos en los bordes. Una ventanilla de doble cristal se encontraba en lo alto, lo que me hizo preguntarme por qué tanta seguridad. Intenté abrirla, pero estaba cerrada. Aparte de eso, únicamente había un potente bombillo en el centro del techo.
Comencé a dar vueltas al azar, desesperada por encontrar una salida. No encontré nada. Grité, y nadie contestó. Pateé las paredes, sonaron huecas; ¿había más habitaciones aquí? Sólo podía averiguarlo de una manera. Corrí rápidamente hacia la puerta y me asomé por la ventanilla, había muchas puertas iguales, todas con números pintados con aerosol rojo en el centro, justo debajo de la ventanilla. Observé la puerta de enfrente, decía «13/06/03», y la de al lado decía «15/06/03». Me fijé en el reflejo de la ventanilla de enfrente y pude ver los números de mi puerta, aunque estaban al revés no fue complicado descifrarlos: 14/06/03. Estaba claro, eran fechas.
Miré mi reloj, me alegré de tenerlo aún. Era 10 de junio. Faltaban cuatro días para… ¿qué?
Esperé. A las ocho de la noche las luces se apagaron, todas excepto las del corredor de afuera. Busqué una esquina y me recosté en el piso. Aunque era temprano, estaba bastante aburrida y tenía sueño.
Unos extraños y siniestros alaridos interrumpieron mi sueño.
—Paren, por favor, ¡deténganse! ¡¡NO!!
Miré el reloj otra vez: 11/06/03, 12:01 a.m. Se me heló la sangre. Esos gritos eran macabros, muy macabros. Estaban acompañados de un particular sonido, como el de la fresa de una dentistería.
Los chillidos cesaron. Se escuchó el sonido de una puerta abriéndose. La curiosidad me consumió, y al poco rato logré levantarme para ver lo que sucedía a través de la ventanilla. Aquella imagen me impactó. Había dos hombres, los dos con atuendos de doctor, llenos de sangre. Ambos llevaban una camilla cubierta con una sábana blanca, manchada con ese líquido rojo.
Uno de los sujetos, el de atrás, se tropezó y la movió un poco. Un brazo cayó desde debajo de la manta; estaba despedazado, como si lo hubieran desgarrado con sus propias uñas. Los músculos estaban al aire, sueltos, dejando ver el hueso y los tendones principales. El húmero estaba totalmente astillado y pequeños trozos de su esqueleto salían atravesando la carne.
—Ah, maldición —dijo el doctor antes de recolocarlo ahí encima.
Pero lo que más me impactó fue el número en la puerta recién abierta: 11/06/03. Caí al piso, era la misma fecha que decía mi reloj. Me arrastré hacia una esquina y pasé la noche ahí, sin apartar la vista de la puerta ni por un solo instante.
La luz se volvió a encender, yo seguía despierta. Me pareció ver un hombre al otro lado de la puerta. Cuando entró solté un grito y me moví hacia atrás, pero al estar pegada contra la pared no podía correrme.
—Tranquila —dijo el sujeto, colocando en el suelo una bandeja con pan y leche—, no te haremos nada… por ahora —murmuró, con un tono macabro, y se fue cerrando la puerta tras de sí, riendo.
Me quedé mirando el plato de comida por un largo tiempo. Luego de veinte minutos, me acerqué lentamente y mordí un poco del pan; si no iban a darme más comida a lo largo del día, tenía que aprovecharla.
Miré si la puerta estaba cerrada, y sin muchas esperanzas la intenté abrir. Efectivamente, estaba bloqueada. Caminé a lo largo del lugar. Luego me dio sueño, había estado despierta toda la noche. Volví a la esquina y me recosté, esperando no despertar.
Miré el reloj. Eran las 11:58 p.m., día 12/06/03. Faltaban dos minutos. En la habitación de al lado iban a torturar a alguien.
Escuché un ruido provenir de aquella habitación. Corrí velozmente hacia la ventanilla, eran los mismos hombres de la noche anterior, cargando una segunda camilla.
Los gritos empezaron.
Me arrastré sigilosamente a la pared. En ella apoyé el vaso de leche vacío para escuchar la conversación.
—A ver, ¿qué te hacemos a ti? —dijo uno entre risas.
—Deberías mirar esto —sugirió el otro.
—Oh, entonces… ponemos el brazo aquí… —Se oyó un ruidoso alarido, seguido de un sonido de carne siendo despedazada. Luego un olor a sangre.
—No idiota, si quieres que se mueva le tienes que conectar los nervios.
—Sí, tranquilo, todo a su tiempo.
—Pero si lo arrancas todo será muy difícil conectarlo otra vez.
—¿Lo que quieres decir es que traslade el brazo sin romper los nervios o tendones?
—Sólo es un consejo.
—Pues, ¿sabes qué?, al Diablo con que funcione; sólo lo coseré allí y ya estuvo. —Otra vez el grito, el sonido… y el olor.
—¿Quieres que te ayude a coserlo?
—No, yo puedo solo.
—Está sangrando mucho, no queremos que muera…
—Ponle la venda y ya está.
—Un momento, algo falta… —Otro chillido—. Ahora sí, mucho mejor.
Los dos sujetos salieron del cuarto. Llevaba en la camilla a un hombre, estaba sangrando demasiado. Su brazo derecho había sido cocido a su hombro izquierdo… y su ojo estaba colgando de su rostro.
Me llevé la mano a la boca. Pude ver perfectamente cómo parpadeaba con su ojo funcional. Estaba vivo.
Comencé a caminar por la habitación. ¿Acaso hacían cada noche sucios experimentos con humanos, o sólo éramos sus muñecos con los cuales jugar? Muchas preguntas, pocas respuestas.
El día pasó otra vez, la noche volvió a llegar.
Igual que los días anteriores entraron los mismos cirujanos, con la misma camilla. Ahora en la puerta de enfrente. El individuo de la habitación comenzó a gritar. No se oía muy bien lo que decía, pero parecía estar oponiendo resistencia. En su puerta estaba escrito «13/06/03».
El doctor de la derecha se encogió de hombros. Salió de la habitación y la cerró con llave; luego, sacó de su bolsillo un grueso marcador rojo y dibujó una equis en la puerta. Anotó algo en una pequeña libreta.
—¡Aún tienes tiempo de arrepentirte! —gritó, nadie contestó—. ¿Seguro? Bien, ya no volverás a ver la luz del sol.
Se acercó hacia mi puerta. Me asusté y me encogí en una esquina.
—¿Qué haces? —le preguntó el otro.
—El del día trece no está cooperando. No le daré comida hasta que deje de resistirse. Mientras tanto, seguiré con las otras puertas —dijo, antes de acercarse a mi puerta.
Podía escuchar cada paso, cada pequeño sonido se oía perfectamente en mi cabeza. Comencé a llorar, tenía miedo.
La puerta se abrió lentamente y de ella salió el cirujano junto con una camilla.
«No voy a gritar», pensé, secándome las lágrimas. «No lo haré». Él me miró fijamente por un largo tiempo. Luego de que llegase el otro, se acercó.
Consideré resistirme, pero antes de que pudiese hacer algo me dio un fuerte puñetazo en el centro del estómago. La vista se me nubló, no pude evitar ser cargada hasta la camilla. Al estar ahí me amarraron, tan firmemente que mis muñecas y tobillos empezaron a sangrar.
«No gritaré».
—A ver, tú serás una muñeca de trapo —anunció, antes de sacar una pequeña sierra eléctrica y, haciéndola girar, la acercó a mí.
Me acordé de la primera noche. El hombre no resistió la operación y murió, pero ellos no querían que muriésemos. No sé con qué fin, pero nos necesitaban vivos.
Pude sentir perfectamente cómo las pequeñas cuchillas se incrustaban en mi hombro derecho. Y mientras se movían hacia el torso, podía ver mis costillas al aire y algunos músculos principales salpicando sangre con cada pulsación de adrenalina.
El corte terminó en la punta de mi cintura, atravesándome el pecho. Comencé a escupir sangre, la vista se me ponía borrosa. Para evitar soltar alaridos me mordí el labio fuertemente, hasta tal punto que comenzó a sangrar.
El otro doctor calentó una aguja y, al enhebrarle el hilo, me la enterró y empezó a coser mi herida. Mientras tanto, el compañero me enterró la sierra en el brazo izquierdo y me hizo un corte tan profundo que pensé que el brazo se me iba a dividir en dos.
Sentía un fuerte choque de electricidad cada vez que me tocaban los nervios; mis músculos se contraían, haciendo que me moviera bruscamente, como si estuviera convulsionando.
Otra vez me cosieron la herida. Me hicieron más cortes en las piernas y en la cara. No grité en ningún momento.
—Parece ser una chica fuerte —comentaron—. No te preocupes, yo sé cómo hacerte gritar.
Sacó una especie de cuchara para helados. Solo grité una vez, y no fue cuando me arrancaron el ojo, fue cuando me cortaron el nervió óptico con sus enormes uñas.
De un frasco logró agarrar lo que parecía ser un ojo de cristal, y con brusquedad me lo insertó en el orificio.
—Ya quedaste —dijo, limpiándose las manos con un paño. Luego me limpió a mí.
Me levantaron con facilidad y me pusieron un vestido negro, bastante sucio y roto. Me obligaron a caminar, y con pocas fuerzas logré hacerlo. Me apoyé de la pared y seguí caminando.
Al salir por la puerta pude ver varios rostros mirándome desde la ventanilla, me miraban con orgullo; luego comenzaron a aplaudir. Sólo había gritado una vez.
En los reflejos de la ventanilla podía ver mi aspecto. Tenía unas cuantas costuras en la cara; mis ojos siempre habían sido azules, ahora tenía uno verde. Parecía una muñeca de trapo. Me volteé, los doctores ya no estaban. Sólo quedaba un rastro de sangre que había dejado. Todavía no paraba de sangrar.
Al fondo pude ver una puerta, y con felicidad caminé más rápido. Las heridas me dolían, pero eso ya no me importaba. Cuando salí por la puerta llegué a un sitio que no me esperaba.
Todas esas caras horribles me observaban, algunos me lanzaban piropos en tono bromista mientras los demás reían. Era un ambiente desagradable. Quise salir corriendo, pero al voltear vi la horrenda cara del cirujano, ahora vestido con un elegante traje de circo. Su camisa estaba manchada de algo. Yo no tenía la menor duda, era mi sangre.
Volví a mirar alrededor. Era obvio, había sido víctima de un cruel experimento para el entretenimiento del público.
«Parece que ya no volveré a casa», pensé, mientras una lágrima caía de mi único ojo. Era una lágrima de nostalgia, de pensar en que nunca volvería a vivir la vida que siempre había tenido.



La cosa al final del pasillo

Nunca hubiera pensado que en un lugar como en el que trabajo (un centro de investigación) iba a toparme con eso, pero allí estaba, al final del pasillo. Justo enfrente de mí.
Tenía la idea de que tarde o temprano me iba a encontrar con algo similar, pero no esperaba que llegara a ser verdad, y menos tan pronto. Debí haberme dado cuenta cuando encontré ese libro, pero me pareció tan estúpido como ahora me parece todo el asunto.
No sé, nunca me pareció lógico ya que el doctor Gómez era un investigador serio, uno de los más productivos de todo el lugar; era en verdad estúpido que él tuviera en su posesión un libro de ese tipo, algo de magia negra. ¿Qué diablos hace un libro de magia negra en un laboratorio de investigación? ¡Absurdo!
Pero yo vi el libro en el escritorio del doctor. Ni siquiera lo estaba buscando a él, era a su asistente a quien yo buscaba, ya que ella había quedado de prestarme un reactivo que necesitaba. Cuando llegué me dijo que la esperara en el despacho del doctor porque estaba ocupada en algo más o menos privado. Le dije que volvería después pero ella insistió en que me quedara.
Al entrar en el despacho fue cuando lo vi. Era un libro muy antiguo a juzgar por el color de la cubierta; me llamó la atención enseguida, era como si el maldito libro me llamara. No tenía nada impreso en la portada. De hecho, cuando lo abrí, pude ver que no tenía nada impreso, estaba todo escrito a mano en unas hojas amarillentas y una tinta descolorida pero legible. No estaba escrito en ningún idioma que yo conociera, pero en la primera página tenía un rótulo en un lenguaje que sí entendí: «Vermis Misteries».
«¿Qué diablos es “El misterio de los gusanos”?», pensé. «Gómez ni siquiera trabaja con lombrices o vermicomposta, ni nada que se le parezca». Hasta donde yo sabía, hacía investigación sobre el efecto de ciertas drogas para prolongar la vida y juventud de las ratas.
Lo que me dejó sorprendido no fue el libro en sí, tampoco el hecho de que fuese sumamente antiguo, sino lo que el libro me hacía sentir. Lo primero que sentí fue una gran atracción hacia el libro, como si en él hubiera un secreto muy importante del que necesitara enterarme, y pronto. Pero en cuanto lo abrí me sentí lleno de repugnancia, con sólo ver las palabras escritas se me hacía que se trataba de algo malsano, repulsivo, ominoso. Algo por completo antinatural. Ni siquiera era capaz de leer las palabras, pero sólo de verlas escritas en ese libro me hacía sentir que había algo por completo incorrecto al respecto. Sentí ganas de quemarlo, pero opté por dejarlo tal y como lo había encontrado.
Finalmente me dieron el reactivo por el que había ido y me fui sin dejar de pensar en el libro.
—¿«Vermis Misteries»? —me preguntó Rolando cuando le hablé del libro—. Me suena, me suena. ¡Ah, sí! ¡Ya me acordé!, pero, ¿dónde me dijiste que lo leíste?
—¿Por qué? —repliqué—. De hecho, no lo leí, sólo lo vi.
—Pues es que ese libro no existe.
—¿Cómo que no existe? Apenas ayer lo vi.
—Pues ha de ser una imitación. Existen varias versiones del Necronomicón, pero ese libro tampoco existe, es una «leyenda». Lo inventó un escritor de terror, y pues, hubo quienes creyeron en su existencia hasta el grado de escribirlo.
Pero esto no era un libro comercial, era muy antiguo como para ser la invención de un escritor moderno. Le di la información a mi amigo y él agregó que los fanáticos de esas cosas hacían imitaciones muy buenas.
—Bueno, de todos modos, ¿de qué se supone que habla? —pregunté.
—No estoy muy seguro, creo que se trata de magia negra, algo así como la manera de resucitar muertos o cómo volver de la muerte y cosas por el estilo.
—Bueno Rolando, gracias por tu ayuda, nos vemos luego.
—Sale, nos vemos.
No me preocupé o traté de no preocuparme más por el asunto. Pero debí haberlo hecho completamente, aunque ni aun así hubiera podido evitar lo que finalmente ocurrió.
Las cosas comenzaron a suceder poco después de que viera el libro. El laboratorio en el que trabajo se encontraba cerca del laboratorio del doctor Gómez, así que en ocasiones me enteraba de lo que ocurría cuando alguien se ponía difícil. Nada que el doctor Gómez no fuera capaz de controlar.
Lo que escuché ese día no era una discusión con un estudiante problemático, me pareció que estaba gritándole a su asistente; pero no estaban peleando, al parecer estaban persiguiendo una rata que se había fugado.
—¡Me mordió, con una chingada!… ¡Agárrala! ¡Se está escapando!
Decidí salir a ayudarles pues me llevaba bien con ellos, pero cuando salí al pasillo y vi la rata a la que seguían, me detuve. Al parecer, era una rata común y corriente, de esas ratas blancas de laboratorio de no sé qué cepa. En un inicio quise seguirla, pero la rata me vio directamente a los ojos y cambié de parecer.
No puedo negarlo, tuve miedo. Ya que los ojos de esa rata no eran los ojos de un animal normal. Ni siquiera los ojos de un animal enfermo o enloquecido. No tenían ningún brillo. Eran los ojos de un animal muerto.
Pero el maldito bicho se movía como si estuviera vivo, así que cuando sus perseguidores salieron, tan poco acostumbrados a correr como estaban, no lograron darle caza.
—¿Eso qué era? —les pregunté.
—Sólo una rata.
No quise saber más.
Poco después fui a entregar un material que me prestaron, pero no estaba ni el doctor ni su asistente ni el técnico, así que le dije a uno de sus estudiantes que iba a dejarles el material con una nota en el despacho del doctor.
Cuando entré, allí estaba el libro, justo al lado de la bitácora del doctor.
Nuevamente me sentí atraído por el libro y pude darme cuenta de que alguien lo había estado leyendo, incluso tenía dentro un pedazo de papel para señalar una página. Pero no pude evitar echarle un ojo a la bitácora del doctor. Allí me enteré del incidente de la rata desde otro punto de vista. Habían estado dándole un tratamiento que no explicaba correctamente, algo raro en el doctor:
«Esa sustancia que el libro describe es capaz de hacerlo, la rata comenzó a moverse después de 24 horas. Me mordió cuando la estaba revisando y escapó. Debo tomar el tratamiento».
El día siguiente fue cuando noté algo raro en el doctor. Su piel lucía deteriorada, tenía las ojeras aún más marcadas que de costumbre y los ojos vidriosos. Cuando le pregunté si le ocurría algo, respondió con evasivas.
Ese mismo día, el doctor Gómez murió.
Ocurrió un par de horas después de que yo hablara con él. Escuché un grito proveniente del pasillo, y entendí que algo no marchaba bien por un rumor que comenzó a escucharse, seguido de un griterío. Todo se volvió un caos en cuestión de segundos, y cuando salí al pasillo, alguien me dijo que Gómez había muerto.
Vi su cadáver. No puedo decir que me haya espantado, pero lo que vi… no me resultó agradable. El cuerpo del doctor no era (o al menos no parecía) un cadáver reciente. Su piel estaba verdosa, su cabello se desprendía con facilidad de su cabeza y sus ojos parecían estar a punto de disolverse.
Su asistente insistió firmemente en que lo dejaran en el laboratorio antes de ser llevado a un hospital; solamente le hicieron caso cuando dijo que eso le había pedido el doctor, y nadie se opuso, pues al parecer nadie quería contradecir la voluntad de un difunto reciente.
El asunto se tornó muy penoso… penoso, vergonzoso y espantoso, porque cuando finalmente iban a retirar el cadáver del doctor, éste había desaparecido.
Su asistente tuvo muchos problemas ya que se le acusó de haberle hecho algo al cadáver. Después de todo, fue ella quien pidió que dejáramos solo al cadáver en el laboratorio. Por fortuna para su asistente, ella estuvo todo ese tiempo en un laboratorio contiguo, hecha un mar de lágrimas. Nadie pudo probar que robó el cadáver del doctor, especialmente porque hubo quienes se quedaron haciendo guardia frente a la puerta del laboratorio.
De la misma forma en que no se pudo demostrar que ella robó el cadáver, nadie tampoco fue capaz de encontrarlo por más que se le buscó; sólo quedaba un montón de mugre y un penetrante olor a putrefacción.
El centro completo tuvo problemas con la policía, la investigación duró meses sin obtener resultados. Sólo unos cuantos supimos cómo acabó todo, y espero que no vuelva a ser testigo de algo tan atroz.
Esa noche me quedé porque uno de los equipos estaba teniendo problemas y se me pagó para que me quedara a vigilarlo, así que estaba entrando y saliendo constantemente del laboratorio, y fue entonces cuando lo vi.
Algo avanzaba hacia mí desde el final del pasillo. A la distancia tenía un enorme parecido con el fallecido doctor Gómez, así que me acerqué a verlo. Pero me detuve por el pestilente olor a podrido que despedía. Por esta razón comencé a sentir miedo. Y por algún motivo, supe que a pesar de su gran parecido con el doctor, no era él.
—¿Ocurre algo? —le pregunté
La cosa que tenía delante de mí comenzó a agitarse y a farfullar algo sin sentido, hasta que finalmente entendí lo que decía, era la voz del doctor la que me dijo:
—No puedo… no puedo controlarlos… ¡Huye, antes que sea tarde! ¡Vete!
Me quedé parado allí sin entender qué ocurría cuando el ser que tenía enfrente se agitó y comenzó a reír, al principio despacio y muy por lo bajo, y después con fuerza hasta que su risa se tornó en carcajadas. No la risa de alguien feliz, sino la risa de alguien que había perdido la razón.
Soltando un alarido, me atacó. Me embistió con su hombro y me derribó.
Un espantoso detalle se me reveló en ese momento: el rostro de la cosa no estaba formada por una sola pieza, sino de varios fragmentos. «Gusanos» fue la primera palabra que me vino a la mente.
«¡Esta cosa me va a matar!», pensé, y comencé a moverme para alejarme.
—¿Podrían dejar de hacer tanto escándalo? —reclamó alguien que salió de un laboratorio cercano.
Su rostro cambió de pronto de la furia a la más pura expresión de terror. La puerta del laboratorio se cerró. Yo ya estaba de pie en ese momento, dispuesto a pelear. De pronto, escuché un disparo y observé cómo se formaba un agujero en el cuerpo de la cosa. En el otro extremo del pasillo, el vigilante apuntaba con su arma.
—¡Es mejor que te detengas! —gritó.
La cosa comenzó a reír, se dejó caer al suelo y se fragmentó en una miríada de gusanos. El vigilante le disparó, pero las balas eran inútiles contra la inmunda legión de gusanos que se arrastraba por el pasillo.
—¡Maldita sea! —clamó el vigilante y salió en busca de algo, me pareció que por más balas.
Yo regresé al laboratorio pues se me había ocurrido una idea.
Cuando salí al pasillo, la repugnante masa de gusanos había vuelto a unirse, pero aún no del todo, así que aproveché y le lancé un banco provocando que los gusanos volvieran a separarse. Sin detenerme, le vacié por completo la botella con alcohol que había sacado del laboratorio y le prendí fuego.
Entonces llegó el vigilante junto con otros dos.
—Usted lo vio, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí —respondí—, y espero no volver a verlo.
—¡Dígales que es cierto!
—Pregúnteles usted —dije— de dónde salieron esos gusanos.
Uno de ellos tomó el extintor pero no se lo permití. No quería que uno solo de esos gusanos quedara vivo. Aunque se sentía un olor espantoso, no podía permitir que ninguno escapara.
Media hora después, levanté las cenizas y las enterré.
Nunca dije nada por más que el vigilante habló de lo que había visto esa noche. La asistente del doctor me contó que éste le había pedido ayuda para inocular a las ratas con algo, ella no sabía con qué, y que una de las ratas, a su parecer, había muerto, y un día después estaba moviéndose dentro de la jaula. Cuando el doctor la sacó para revisarla, la rata lo mordió y escapó.
Me dijo que no sabía nada acerca del libro, de hecho, no había vuelto a verlo.
Estoy preocupado por la desaparición del libro, pero hay algo que me tiene más inquieto: debo estar al pendiente de las ratas.

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