Lo peor que hice en mi vida ocurrió hace
doce años, cuando tenía dieciséis y vivía en Cleveland, Ohio. Fue al
comienzo de otoño, cuando las hojas estaban empezando a tornarse
naranjas y la temperatura comenzaba a decaer, haciendo alusión al
torrente frío que estaba a pocos meses de distancia. La escuela acababa
de empezar, pero toda la emoción de regresar y reunirse con los viejos
amigos había sido sustituida por la idea de que estábamos cautivos en un
lugar que sólo quería cargarnos de trabajo.
Naturalmente, mis amigos y yo estábamos
dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de recordar cómo era cuando no
teníamos obligaciones, aquellos días de verano libres de
responsabilidades.
A principios de ese año, uno de mis
amigos del trabajo —en McDonalds, que algunas personas creen que es algo
poco convincente, pero la pasé bien allí— me había enseñado una técnica
para «morir» con la ayuda de un asistente y regresar a la vida a los
pocos segundos.
Funcionaba así: la persona haría diez
respiraciones largas y profundas, y en la décima cerraría sus ojos,
apretando los parpados y conteniendo la respiración tan firmemente como
le fuera posible, mientras cruzaba sus muñecas sobre el corazón.
Entonces el asistente le daría un abrazo fuerte desde atrás, apretando
las muñecas de la persona contra el esternón. En cuestión de segundos
ésta perdería la conciencia. El efecto dura sólo un segundo o dos, pero
pareciera que hubieses estado fuera de tu cuerpo por horas, y cuando
retomas la conciencia, la sensación de desorientación, de no saber en
dónde demonios estás o qué estás haciendo allí, es impresionante.
Sé que algunas personas dirán, «¿Qué
carajo? ¿Sos retrasado o algo así?», y sí, ahora sé que probablemente
matábamos millones de neuronas cada vez que «moríamos»; pero yo era un
joven de dieciséis años, aburrido a más no poder y creía que era genial.
Os alentaría a probarlo para que lo experimentaseis por vuestra cuenta,
pero luego de lo sucedido, nunca se lo recomendaría a nadie.
Otro efecto secundario interesante de
esto, que fue en realidad la razón por la cual lo hacíamos, es que
mientras permaneces «fuera» de tu cuerpo, siempre estás lúcido y tienes
sueños vívidos que puedes recordar fácilmente al despertar (después de
todo sólo te has dormido por unos segundos). Éramos buenos chicos y
nunca probaríamos drogas, así que para nosotros esto era lo que el LSD
era para un hombre pobre.
Las visiones o sueños están relacionados
de alguna forma con lo que veías justo antes de morir. Por ejemplo, una
vez soñé que estaba escalando una montaña, estaba en la cima del
Himalaya o algo así, pero había un pasamanos. ¿Quién diablos pone un
pasamanos de escalera a 6,000 metros de altura? Cuando volví a mi cuerpo
y recordé en dónde estaba, me di cuenta de que había estado mirando la
escalera que se encontraba en una esquina de la sala de estar de mi
novia. En otra ocasión, tuve una visión de Pedro Picapiedra sonriendo y
levantando sus manos delante de un mural con el logotipo de la ERAD
(Educación de Resistencia al Abuso de Drogas, un programa en el cual
policías enseñan a los niños de escuelas públicas sobre estos asuntos), y
cuando volví a mi cuerpo pude ver que mi amigo Brett tenía el mismo
logotipo en su camiseta. Ahora, de dónde salió Pedro Picapiedra, no
tengo idea.
Nuestras visiones siempre eran sobre
cosas mundanas, nunca nada raro. Hasta ese día. Como dije, hacía un mes
que estábamos en época de clases y hartos de ella. Habíamos salido a
pasar el rato afuera, estábamos sentados en las vigas de las torres de
alta tensión, en la parte de abajo. Mi amigo Mike subió hasta el segundo
nivel de las vigas para estar más alto.
Era un cálido día de octubre y el cielo
estaba gris. Lentamente, el cielo fue oscureciendo cada vez más; y en
Cleveland eso probablemente significaba que en cualquier momento la
temperatura podría descender y, si éramos realmente desafortunados, una
lluvia helada podría empezar a caer. El aire estaba pesado y se podía
oír el leve zumbido de los cables de alta tensión sobre nosotros.
Definitivamente no quería pasar los últimos momentos de una linda tarde
de sábado subiéndome a una torre de alta tensión, saltar al suelo y
quejarme luego del dolor en mis pies, sólo para hacerlo una y otra vez
como estúpidos.
—Hey, ¡vamos a morir por un rato! —dije.
Para ese tiempo, dejar nuestro cuerpo no era tan divertido como cuando
lo descubrimos, pero era mucho mejor que lo que estábamos haciendo.
Vince estuvo de acuerdo, al igual que Richard, pero Mike, el que saltaba
desde más alto de la torre, preguntó de qué carajo estábamos hablando.
—Joder, ¿nunca te indujiste el desmayo
antes? —preguntó Vince. Mike respondió que no, él había pasado todo el
verano en casa de su madre y no estaba al tanto de lo que nosotros
habíamos hecho—. Amigo, ¡tienes que probar esto! Mira, te mostraremos.
Vince y yo nos bajamos de la torre,
cayendo de pie en el césped. Yo hice las diez respiraciones, apreté los
ojos y contuve la respiración. Entonces sentí a mi amigo presionar sus
brazos contra mi pecho y, de repente, como si fuese lo más natural del
mundo, una langosta gigante estaba trepándose a una de las torres, bajo
el mar. Algas marinas crecían del fondo de arena bajo mis pies. Lo
siguiente que recuerdo es que cuando desperté Vince y Richard me estaban
preguntando, «¡Amigo, ¿qué has visto?! ¿Qué has soñado?». La parte de
atrás de mi cabeza me dolía mucho, me estaba matando.
—Mierda, ¿me dejaste caer? —pregunté. Yo
no era muy pesado, pero Vince era bastante débil. Él solo se quedó
mirándome, y Richard me dijo que sí me había dejado caer. Me preguntaron
nuevamente qué vi. Me froté la cabeza y les dije que una langosta, que
estaba pellizcándole la cabeza a Vince con sus tenazas. Me volví hacia
Mike, y le dije:
—Y una mierda —respondió—, no me fío lo suficiente de ninguno de ustedes como para hacer eso.
—¡Vamos hombre! Tienes que probarlo; no
es más peligroso que estar trepado allí. Te prometo que no te dejaré
caer como este idiota lo hizo conmigo —le persuadí.
Lo consideró por un momento. Luego saltó de donde estaba, se incorporó y dijo:
—Bien, una vez.
Repitió las diez respiraciones profundas
conmigo de asistente para asegurarse de que no lo dejaríamos caer.
Contuvo la respiración y yo lo ayudé a caer en ese otro lugar. Sentí el
cambio de peso en su cuerpo, y él era un tipo robusto, así que me
aseguré de bajarlo lentamente para que no se lastimara. Justo cuando
tocó el suelo, volvió en sí.
Despertó gritando.
—¡Mierda! ¡MIERDA! ¡Déjame, aléjate de
mí! —gritaba, al tiempo que se levantó de un salto agitando sus brazos
alrededor de su cabeza.
Todos retrocedimos, con miedo de ser
golpeados por su frenesí; pero más miedo tenía de lo que estaba viendo.
Después de unos siete segundos, el doble de lo que generalmente
tardábamos en darnos cuenta de dónde estábamos, se tranquilizó.
Jadeaba, respiraba con dificultad,
tomando grandes boconadas de aire. Se quedó de pie, encorvado, hasta que
cayó de rodillas. Comenzó a mecerse, retorciendo las manos y
murmurando.
—Santa madre de Dios, ¿qué demonios has
visto? —dijo Vince, pero Mike no respondía. Me le acerqué lentamente y a
medida que lo hacía, lo escuchaba sollozar en silencio. Eso en nuestro
mundo de «machos» era castigado con la muerte, pero por supuesto, nadie
dijo nada. Apoyé una mano en su hombro, pero en cuanto lo toqué dio un
grito y saltó para atrás golpeándose la espalda contra la torre. Se
abrazó a la columna de la torre, mirándonos con los ojos desorbitados,
una mirada de terror absoluto. Pensaría quizá que éramos demonios del
averno.
Si en algún momento pensé que estaba bromeando, esa mirada me quitó toda duda. Eso, y lo que sucedió después.
Ninguno dijo nada. A los diez minutos
Mike se había tranquilizado lo suficiente como para que Richard lo
acompañara a su casa. La temperatura había decaído y comenzó a llover.
Le dije a Vince que me iba a mi casa, y le dije que nos veríamos mañana.
Siempre pasábamos los días lluviosos jugando Mortal Combat en nuestro
SNES, pero no dijo nada. Probablemente querría pasar un tiempo a solas
para reflexionar sobre lo que había pasado. Como yo.
Al día siguiente fui a ver cómo estaba
Mike, pero él y su familia salieron todo el día. Le pregunté más tarde a
dónde habían ido, pero no me respondió. Creo que fueron con un
psicólogo puesto que cuando lo vi de nuevo, el martes, parecía estar
mejor. Los siguientes días nos juntábamos normalmente, como antes, pero
Mike aún no decía lo que había visto. Hablábamos de cosas sin
importancia. No fue hasta el sábado de esa semana cuando me contó lo que
pasaba.
Estábamos caminando por una calle
tranquila del barrio hacia el puente peatonal que cruza el arroyo. Yo
hablaba de una chica mayor que conocía, cuando me interrumpió de
repente.
—No voy a estar aquí mucho más tiempo.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Vendrán de nuevo esta noche, esta vez ya no creo que sea capaz de aguantar.
—Las manos… las voces.
Para ese punto ya me estaba asustado. Balbuceé estúpidamente un par de veces, y luego dije, estúpidamente:
—Por la noche miro el árbol por la
ventana y luego todo se pone negro. Entonces veo decenas, cientos, miles
de ellas empujando contra el vidrio.
—Retrocedo, durante toda la noche, pero
estoy cansado. No puedo mantenerlas afuera más tiempo. Y las voces… las
voces dicen que tengo que dejarlas entrar, voces de niños pequeños.
Voces y manos de niños pequeños.
Bajó la voz hasta ser un susurro. Me di cuenta, por lo que dijo luego, que estaba luchando para contener el pánico.
—Y a veces, veo sus caras —dijo, con voz temblorosa.
Lo acompañé a su casa. Se detuvo en la puerta y finalmente, levantando el rostro, me dijo:
—Dile a Vince que puede quedarse con mi
Nintendo. Él no tiene uno y su madre no le comprará uno. Richard puede
quedarse con mis discos. Sé que a ustedes no les gustan, pero a él sí.
—Empecé a decirle algo, pero se dio
vuelta y entró en su casa. Me gustaría haber llamado a la puerta y
ofrecerle quedarme con él, pero teníamos dieciséis y los chicos de esa
edad ya no hacían eso. Me fui a mi casa. Dormí mal, asustado, escuchando
cada crujido y quejido que hacía la casa.
Generalmente dormía con las persianas abiertas, pero esa noche, cerré todo.
Al día siguiente nos enteramos de que
alguien había irrumpido en la casa de Mike. Vi una patrulla de policía
en la entrada de su casa. Mis peores temores se confirmaron cuando noté
que la ventana de Mike era la que había sido violentada. Mike había
desaparecido, y fue todo lo que nos dijeron. Nos hicieron muchas
preguntas, buscaban algún pervertido que lo hubiera secuestrado, pero no
obtuvieron información de nosotros puesto que no teníamos nada que ver…
lo que no era del todo cierto. Su foto apareció en todos lados, y
todavía lo están buscando.
Cuando todo terminó, me fui a la
biblioteca para investigar qué mierda había pasado, pues el internet no
era tan eficiente en aquella época. No encontré mucho. Lo más
relacionado que encontré fue algo que aprendí tiempo después, en mi
clase de historia universal. Al parecer, los sacerdotes egipcios
usualmente se encerraban a sí mismos en ataúdes el tiempo suficiente
para morir, mientras que luego eran resucitados y así podían contar lo
que vieron en el inframundo, el tiempo que estuvieron muertos. Sólo
puedo pensar que por el clima, o por la electricidad en el aire, Mike
pudo tener una experiencia más intensa que la nuestra. Tal vez golpearme
la cabeza me salvó de lo que él sufrió, no lo sé. Es algo que no
termino de entender. A veces acordarme de todo esto, me hace temblar.
Desperté, todo estaba bastante iluminado.
Cerré velozmente los ojos; siempre he sido histérica con el tema de la
luz. Tenía frío, mucho frío. Me envolví en mis brazos para darme calor.
Volví a abrir los ojos y así acostumbrarme. Al observar mi cuerpo noté
que no llevaba nada más que una simple bata de enfermería.
Miré alrededor, era un cuarto totalmente
blanco. El suelo era una única baldosa, lo que me pareció extraño, ¿cómo
habían traído una baldosa de ese tamaño a este lugar sin romperla?
Y… ¿qué era este lugar?
No sabía en dónde estaba. Tal vez me
desmallé y me llevaron al hospital. Intenté recordar, en vano. Me
levanté con mucho esfuerzo. Al volver a mirar alrededor me mareé, el
cuarto era tan blanco que no distinguía entre la pared y el piso.
Eché un vistazo a una puerta que estaba
ahí. Era de acero, con bastantes tornillos en los bordes. Una ventanilla
de doble cristal se encontraba en lo alto, lo que me hizo preguntarme
por qué tanta seguridad. Intenté abrirla, pero estaba cerrada. Aparte de
eso, únicamente había un potente bombillo en el centro del techo.
Comencé a dar vueltas al azar,
desesperada por encontrar una salida. No encontré nada. Grité, y nadie
contestó. Pateé las paredes, sonaron huecas; ¿había más habitaciones
aquí? Sólo podía averiguarlo de una manera. Corrí rápidamente hacia la
puerta y me asomé por la ventanilla, había muchas puertas iguales, todas
con números pintados con aerosol rojo en el centro, justo debajo de la
ventanilla. Observé la puerta de enfrente, decía «13/06/03», y la de al
lado decía «15/06/03». Me fijé en el reflejo de la ventanilla de
enfrente y pude ver los números de mi puerta, aunque estaban al revés no
fue complicado descifrarlos: 14/06/03. Estaba claro, eran fechas.
Miré mi reloj, me alegré de tenerlo aún. Era 10 de junio. Faltaban cuatro días para… ¿qué?
Esperé. A las ocho de la noche las luces
se apagaron, todas excepto las del corredor de afuera. Busqué una
esquina y me recosté en el piso. Aunque era temprano, estaba bastante
aburrida y tenía sueño.
Unos extraños y siniestros alaridos interrumpieron mi sueño.
—Paren, por favor, ¡deténganse! ¡¡NO!!
Miré el reloj otra vez: 11/06/03, 12:01
a.m. Se me heló la sangre. Esos gritos eran macabros, muy macabros.
Estaban acompañados de un particular sonido, como el de la fresa de una
dentistería.
Los chillidos cesaron. Se escuchó el
sonido de una puerta abriéndose. La curiosidad me consumió, y al poco
rato logré levantarme para ver lo que sucedía a través de la ventanilla.
Aquella imagen me impactó. Había dos hombres, los dos con atuendos de
doctor, llenos de sangre. Ambos llevaban una camilla cubierta con una
sábana blanca, manchada con ese líquido rojo.
Uno de los sujetos, el de atrás, se
tropezó y la movió un poco. Un brazo cayó desde debajo de la manta;
estaba despedazado, como si lo hubieran desgarrado con sus propias uñas.
Los músculos estaban al aire, sueltos, dejando ver el hueso y los
tendones principales. El húmero estaba totalmente astillado y pequeños
trozos de su esqueleto salían atravesando la carne.
—Ah, maldición —dijo el doctor antes de recolocarlo ahí encima.
Pero lo que más me impactó fue el número
en la puerta recién abierta: 11/06/03. Caí al piso, era la misma fecha
que decía mi reloj. Me arrastré hacia una esquina y pasé la noche ahí,
sin apartar la vista de la puerta ni por un solo instante.
La luz se volvió a encender, yo seguía
despierta. Me pareció ver un hombre al otro lado de la puerta. Cuando
entró solté un grito y me moví hacia atrás, pero al estar pegada contra
la pared no podía correrme.
—Tranquila —dijo el sujeto, colocando en
el suelo una bandeja con pan y leche—, no te haremos nada… por ahora
—murmuró, con un tono macabro, y se fue cerrando la puerta tras de sí,
riendo.
Me quedé mirando el plato de comida por
un largo tiempo. Luego de veinte minutos, me acerqué lentamente y mordí
un poco del pan; si no iban a darme más comida a lo largo del día, tenía
que aprovecharla.
Miré si la puerta estaba cerrada, y sin
muchas esperanzas la intenté abrir. Efectivamente, estaba bloqueada.
Caminé a lo largo del lugar. Luego me dio sueño, había estado despierta
toda la noche. Volví a la esquina y me recosté, esperando no despertar.
Miré el reloj. Eran las 11:58 p.m., día 12/06/03. Faltaban dos minutos. En la habitación de al lado iban a torturar a alguien.
Escuché un ruido provenir de aquella
habitación. Corrí velozmente hacia la ventanilla, eran los mismos
hombres de la noche anterior, cargando una segunda camilla.
Los gritos empezaron.
Me arrastré sigilosamente a la pared. En ella apoyé el vaso de leche vacío para escuchar la conversación.
—A ver, ¿qué te hacemos a ti? —dijo uno entre risas.
—Deberías mirar esto —sugirió el otro.
—Oh, entonces… ponemos el brazo aquí… —Se
oyó un ruidoso alarido, seguido de un sonido de carne siendo
despedazada. Luego un olor a sangre.
—No idiota, si quieres que se mueva le tienes que conectar los nervios.
—Sí, tranquilo, todo a su tiempo.
—Pero si lo arrancas todo será muy difícil conectarlo otra vez.
—¿Lo que quieres decir es que traslade el brazo sin romper los nervios o tendones?
—Sólo es un consejo.
—Pues, ¿sabes qué?, al Diablo con que funcione; sólo lo coseré allí y ya estuvo. —Otra vez el grito, el sonido… y el olor.
—¿Quieres que te ayude a coserlo?
—No, yo puedo solo.
—Está sangrando mucho, no queremos que muera…
—Ponle la venda y ya está.
—Un momento, algo falta… —Otro chillido—. Ahora sí, mucho mejor.
Los dos sujetos salieron del cuarto.
Llevaba en la camilla a un hombre, estaba sangrando demasiado. Su brazo
derecho había sido cocido a su hombro izquierdo… y su ojo estaba
colgando de su rostro.
Me llevé la mano a la boca. Pude ver perfectamente cómo parpadeaba con su ojo funcional. Estaba vivo.
Comencé a caminar por la habitación.
¿Acaso hacían cada noche sucios experimentos con humanos, o sólo éramos
sus muñecos con los cuales jugar? Muchas preguntas, pocas respuestas.
El día pasó otra vez, la noche volvió a llegar.
Igual que los días anteriores entraron
los mismos cirujanos, con la misma camilla. Ahora en la puerta de
enfrente. El individuo de la habitación comenzó a gritar. No se oía muy
bien lo que decía, pero parecía estar oponiendo resistencia. En su
puerta estaba escrito «13/06/03».
El doctor de la derecha se encogió de
hombros. Salió de la habitación y la cerró con llave; luego, sacó de su
bolsillo un grueso marcador rojo y dibujó una equis en la puerta. Anotó
algo en una pequeña libreta.
—¡Aún tienes tiempo de arrepentirte! —gritó, nadie contestó—. ¿Seguro? Bien, ya no volverás a ver la luz del sol.
Se acercó hacia mi puerta. Me asusté y me encogí en una esquina.
—¿Qué haces? —le preguntó el otro.
—El del día trece no está cooperando. No
le daré comida hasta que deje de resistirse. Mientras tanto, seguiré con
las otras puertas —dijo, antes de acercarse a mi puerta.
Podía escuchar cada paso, cada pequeño sonido se oía perfectamente en mi cabeza. Comencé a llorar, tenía miedo.
La puerta se abrió lentamente y de ella salió el cirujano junto con una camilla.
«No voy a gritar», pensé, secándome las
lágrimas. «No lo haré». Él me miró fijamente por un largo tiempo. Luego
de que llegase el otro, se acercó.
Consideré resistirme, pero antes de que
pudiese hacer algo me dio un fuerte puñetazo en el centro del estómago.
La vista se me nubló, no pude evitar ser cargada hasta la camilla. Al
estar ahí me amarraron, tan firmemente que mis muñecas y tobillos
empezaron a sangrar.
«No gritaré».
—A ver, tú serás una muñeca de trapo —anunció, antes de sacar una pequeña sierra eléctrica y, haciéndola girar, la acercó a mí.
Me acordé de la primera noche. El hombre
no resistió la operación y murió, pero ellos no querían que muriésemos.
No sé con qué fin, pero nos necesitaban vivos.
Pude sentir perfectamente cómo las
pequeñas cuchillas se incrustaban en mi hombro derecho. Y mientras se
movían hacia el torso, podía ver mis costillas al aire y algunos
músculos principales salpicando sangre con cada pulsación de adrenalina.
El corte terminó en la punta de mi
cintura, atravesándome el pecho. Comencé a escupir sangre, la vista se
me ponía borrosa. Para evitar soltar alaridos me mordí el labio
fuertemente, hasta tal punto que comenzó a sangrar.
El otro doctor calentó una aguja y, al
enhebrarle el hilo, me la enterró y empezó a coser mi herida. Mientras
tanto, el compañero me enterró la sierra en el brazo izquierdo y me hizo
un corte tan profundo que pensé que el brazo se me iba a dividir en
dos.
Sentía un fuerte choque de electricidad
cada vez que me tocaban los nervios; mis músculos se contraían, haciendo
que me moviera bruscamente, como si estuviera convulsionando.
Otra vez me cosieron la herida. Me hicieron más cortes en las piernas y en la cara. No grité en ningún momento.
—Parece ser una chica fuerte —comentaron—. No te preocupes, yo sé cómo hacerte gritar.
Sacó una especie de cuchara para helados.
Solo grité una vez, y no fue cuando me arrancaron el ojo, fue cuando me
cortaron el nervió óptico con sus enormes uñas.
De un frasco logró agarrar lo que parecía ser un ojo de cristal, y con brusquedad me lo insertó en el orificio.
—Ya quedaste —dijo, limpiándose las manos con un paño. Luego me limpió a mí.
Me levantaron con facilidad y me pusieron
un vestido negro, bastante sucio y roto. Me obligaron a caminar, y con
pocas fuerzas logré hacerlo. Me apoyé de la pared y seguí caminando.
Al salir por la puerta pude ver varios
rostros mirándome desde la ventanilla, me miraban con orgullo; luego
comenzaron a aplaudir. Sólo había gritado una vez.
En los reflejos de la ventanilla podía
ver mi aspecto. Tenía unas cuantas costuras en la cara; mis ojos siempre
habían sido azules, ahora tenía uno verde. Parecía una muñeca de trapo.
Me volteé, los doctores ya no estaban. Sólo quedaba un rastro de sangre
que había dejado. Todavía no paraba de sangrar.
Al fondo pude ver una puerta, y con
felicidad caminé más rápido. Las heridas me dolían, pero eso ya no me
importaba. Cuando salí por la puerta llegué a un sitio que no me
esperaba.
Todas esas caras horribles me observaban,
algunos me lanzaban piropos en tono bromista mientras los demás reían.
Era un ambiente desagradable. Quise salir corriendo, pero al voltear vi
la horrenda cara del cirujano, ahora vestido con un elegante traje de
circo. Su camisa estaba manchada de algo. Yo no tenía la menor duda, era
mi sangre.
Volví a mirar alrededor. Era obvio, había sido víctima de un cruel experimento para el entretenimiento del público.
«Parece que ya no volveré a casa», pensé,
mientras una lágrima caía de mi único ojo. Era una lágrima de
nostalgia, de pensar en que nunca volvería a vivir la vida que siempre
había tenido.
La cosa al final del pasillo
Nunca hubiera pensado que en un lugar
como en el que trabajo (un centro de investigación) iba a toparme con
eso, pero allí estaba, al final del pasillo. Justo enfrente de mí.
Tenía la idea de que tarde o temprano me
iba a encontrar con algo similar, pero no esperaba que llegara a ser
verdad, y menos tan pronto. Debí haberme dado cuenta cuando encontré ese
libro, pero me pareció tan estúpido como ahora me parece todo el
asunto.
No sé, nunca me pareció lógico ya que el
doctor Gómez era un investigador serio, uno de los más productivos de
todo el lugar; era en verdad estúpido que él tuviera en su posesión un
libro de ese tipo, algo de magia negra. ¿Qué diablos hace un libro de
magia negra en un laboratorio de investigación? ¡Absurdo!
Pero yo vi el libro en el escritorio del
doctor. Ni siquiera lo estaba buscando a él, era a su asistente a quien
yo buscaba, ya que ella había quedado de prestarme un reactivo que
necesitaba. Cuando llegué me dijo que la esperara en el despacho del
doctor porque estaba ocupada en algo más o menos privado. Le dije que
volvería después pero ella insistió en que me quedara.
Al entrar en el despacho fue cuando lo
vi. Era un libro muy antiguo a juzgar por el color de la cubierta; me
llamó la atención enseguida, era como si el maldito libro me llamara. No
tenía nada impreso en la portada. De hecho, cuando lo abrí, pude ver
que no tenía nada impreso, estaba todo escrito a mano en unas hojas
amarillentas y una tinta descolorida pero legible. No estaba escrito en
ningún idioma que yo conociera, pero en la primera página tenía un
rótulo en un lenguaje que sí entendí: «Vermis Misteries».
«¿Qué diablos es “El misterio de los
gusanos”?», pensé. «Gómez ni siquiera trabaja con lombrices o
vermicomposta, ni nada que se le parezca». Hasta donde yo sabía, hacía
investigación sobre el efecto de ciertas drogas para prolongar la vida y
juventud de las ratas.
Lo que me dejó sorprendido no fue el
libro en sí, tampoco el hecho de que fuese sumamente antiguo, sino lo
que el libro me hacía sentir. Lo primero que sentí fue una gran
atracción hacia el libro, como si en él hubiera un secreto muy
importante del que necesitara enterarme, y pronto. Pero en cuanto lo
abrí me sentí lleno de repugnancia, con sólo ver las palabras escritas
se me hacía que se trataba de algo malsano, repulsivo, ominoso. Algo por
completo antinatural. Ni siquiera era capaz de leer las palabras, pero
sólo de verlas escritas en ese libro me hacía sentir que había algo por
completo incorrecto al respecto. Sentí ganas de quemarlo, pero opté por
dejarlo tal y como lo había encontrado.
Finalmente me dieron el reactivo por el que había ido y me fui sin dejar de pensar en el libro.
—¿«Vermis Misteries»? —me preguntó
Rolando cuando le hablé del libro—. Me suena, me suena. ¡Ah, sí! ¡Ya me
acordé!, pero, ¿dónde me dijiste que lo leíste?
—¿Por qué? —repliqué—. De hecho, no lo leí, sólo lo vi.
—Pues es que ese libro no existe.
—¿Cómo que no existe? Apenas ayer lo vi.
—Pues ha de ser una imitación. Existen
varias versiones del Necronomicón, pero ese libro tampoco existe, es una
«leyenda». Lo inventó un escritor de terror, y pues, hubo quienes
creyeron en su existencia hasta el grado de escribirlo.
Pero esto no era un libro comercial, era
muy antiguo como para ser la invención de un escritor moderno. Le di la
información a mi amigo y él agregó que los fanáticos de esas cosas
hacían imitaciones muy buenas.
—Bueno, de todos modos, ¿de qué se supone que habla? —pregunté.
—No estoy muy seguro, creo que se trata
de magia negra, algo así como la manera de resucitar muertos o cómo
volver de la muerte y cosas por el estilo.
—Bueno Rolando, gracias por tu ayuda, nos vemos luego.
—Sale, nos vemos.
No me preocupé o traté de no preocuparme
más por el asunto. Pero debí haberlo hecho completamente, aunque ni aun
así hubiera podido evitar lo que finalmente ocurrió.
Las cosas comenzaron a suceder poco
después de que viera el libro. El laboratorio en el que trabajo se
encontraba cerca del laboratorio del doctor Gómez, así que en ocasiones
me enteraba de lo que ocurría cuando alguien se ponía difícil. Nada que
el doctor Gómez no fuera capaz de controlar.
Lo que escuché ese día no era una
discusión con un estudiante problemático, me pareció que estaba
gritándole a su asistente; pero no estaban peleando, al parecer estaban
persiguiendo una rata que se había fugado.
—¡Me mordió, con una chingada!… ¡Agárrala! ¡Se está escapando!
Decidí salir a ayudarles pues me llevaba
bien con ellos, pero cuando salí al pasillo y vi la rata a la que
seguían, me detuve. Al parecer, era una rata común y corriente, de esas
ratas blancas de laboratorio de no sé qué cepa. En un inicio quise
seguirla, pero la rata me vio directamente a los ojos y cambié de
parecer.
No puedo negarlo, tuve miedo. Ya que los
ojos de esa rata no eran los ojos de un animal normal. Ni siquiera los
ojos de un animal enfermo o enloquecido. No tenían ningún brillo. Eran
los ojos de un animal muerto.
Pero el maldito bicho se movía como si
estuviera vivo, así que cuando sus perseguidores salieron, tan poco
acostumbrados a correr como estaban, no lograron darle caza.
—¿Eso qué era? —les pregunté.
—Sólo una rata.
No quise saber más.
Poco después fui a entregar un material
que me prestaron, pero no estaba ni el doctor ni su asistente ni el
técnico, así que le dije a uno de sus estudiantes que iba a dejarles el
material con una nota en el despacho del doctor.
Cuando entré, allí estaba el libro, justo al lado de la bitácora del doctor.
Nuevamente me sentí atraído por el libro y
pude darme cuenta de que alguien lo había estado leyendo, incluso tenía
dentro un pedazo de papel para señalar una página. Pero no pude evitar
echarle un ojo a la bitácora del doctor. Allí me enteré del incidente de
la rata desde otro punto de vista. Habían estado dándole un tratamiento
que no explicaba correctamente, algo raro en el doctor:
«Esa sustancia que el libro describe es
capaz de hacerlo, la rata comenzó a moverse después de 24 horas. Me
mordió cuando la estaba revisando y escapó. Debo tomar el tratamiento».
El día siguiente fue cuando noté algo
raro en el doctor. Su piel lucía deteriorada, tenía las ojeras aún más
marcadas que de costumbre y los ojos vidriosos. Cuando le pregunté si le
ocurría algo, respondió con evasivas.
Ese mismo día, el doctor Gómez murió.
Ocurrió un par de horas después de que yo
hablara con él. Escuché un grito proveniente del pasillo, y entendí que
algo no marchaba bien por un rumor que comenzó a escucharse, seguido de
un griterío. Todo se volvió un caos en cuestión de segundos, y cuando
salí al pasillo, alguien me dijo que Gómez había muerto.
Vi su cadáver. No puedo decir que me haya
espantado, pero lo que vi… no me resultó agradable. El cuerpo del
doctor no era (o al menos no parecía) un cadáver reciente. Su piel
estaba verdosa, su cabello se desprendía con facilidad de su cabeza y
sus ojos parecían estar a punto de disolverse.
Su asistente insistió firmemente en que
lo dejaran en el laboratorio antes de ser llevado a un hospital;
solamente le hicieron caso cuando dijo que eso le había pedido el
doctor, y nadie se opuso, pues al parecer nadie quería contradecir la
voluntad de un difunto reciente.
El asunto se tornó muy penoso… penoso,
vergonzoso y espantoso, porque cuando finalmente iban a retirar el
cadáver del doctor, éste había desaparecido.
Su asistente tuvo muchos problemas ya que
se le acusó de haberle hecho algo al cadáver. Después de todo, fue ella
quien pidió que dejáramos solo al cadáver en el laboratorio. Por
fortuna para su asistente, ella estuvo todo ese tiempo en un laboratorio
contiguo, hecha un mar de lágrimas. Nadie pudo probar que robó el
cadáver del doctor, especialmente porque hubo quienes se quedaron
haciendo guardia frente a la puerta del laboratorio.
De la misma forma en que no se pudo
demostrar que ella robó el cadáver, nadie tampoco fue capaz de
encontrarlo por más que se le buscó; sólo quedaba un montón de mugre y
un penetrante olor a putrefacción.
El centro completo tuvo problemas con la
policía, la investigación duró meses sin obtener resultados. Sólo unos
cuantos supimos cómo acabó todo, y espero que no vuelva a ser testigo de
algo tan atroz.
Esa noche me quedé porque uno de los
equipos estaba teniendo problemas y se me pagó para que me quedara a
vigilarlo, así que estaba entrando y saliendo constantemente del
laboratorio, y fue entonces cuando lo vi.
Algo avanzaba hacia mí desde el final del
pasillo. A la distancia tenía un enorme parecido con el fallecido
doctor Gómez, así que me acerqué a verlo. Pero me detuve por el
pestilente olor a podrido que despedía. Por esta razón comencé a sentir
miedo. Y por algún motivo, supe que a pesar de su gran parecido con el
doctor, no era él.
—¿Ocurre algo? —le pregunté
La cosa que tenía delante de mí comenzó a
agitarse y a farfullar algo sin sentido, hasta que finalmente entendí
lo que decía, era la voz del doctor la que me dijo:
—No puedo… no puedo controlarlos… ¡Huye, antes que sea tarde! ¡Vete!
Me quedé parado allí sin entender qué
ocurría cuando el ser que tenía enfrente se agitó y comenzó a reír, al
principio despacio y muy por lo bajo, y después con fuerza hasta que su
risa se tornó en carcajadas. No la risa de alguien feliz, sino la risa
de alguien que había perdido la razón.
Soltando un alarido, me atacó. Me embistió con su hombro y me derribó.
Un espantoso detalle se me reveló en ese
momento: el rostro de la cosa no estaba formada por una sola pieza, sino
de varios fragmentos. «Gusanos» fue la primera palabra que me vino a la
mente.
«¡Esta cosa me va a matar!», pensé, y comencé a moverme para alejarme.
—¿Podrían dejar de hacer tanto escándalo? —reclamó alguien que salió de un laboratorio cercano.
Su rostro cambió de pronto de la furia a
la más pura expresión de terror. La puerta del laboratorio se cerró. Yo
ya estaba de pie en ese momento, dispuesto a pelear. De pronto, escuché
un disparo y observé cómo se formaba un agujero en el cuerpo de la cosa.
En el otro extremo del pasillo, el vigilante apuntaba con su arma.
—¡Es mejor que te detengas! —gritó.
La cosa comenzó a reír, se dejó caer al
suelo y se fragmentó en una miríada de gusanos. El vigilante le disparó,
pero las balas eran inútiles contra la inmunda legión de gusanos que se
arrastraba por el pasillo.
—¡Maldita sea! —clamó el vigilante y salió en busca de algo, me pareció que por más balas.
Yo regresé al laboratorio pues se me había ocurrido una idea.
Cuando salí al pasillo, la repugnante
masa de gusanos había vuelto a unirse, pero aún no del todo, así que
aproveché y le lancé un banco provocando que los gusanos volvieran a
separarse. Sin detenerme, le vacié por completo la botella con alcohol
que había sacado del laboratorio y le prendí fuego.
Entonces llegó el vigilante junto con otros dos.
—Usted lo vio, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí —respondí—, y espero no volver a verlo.
—¡Dígales que es cierto!
—Pregúnteles usted —dije— de dónde salieron esos gusanos.
Uno de ellos tomó el extintor pero no se
lo permití. No quería que uno solo de esos gusanos quedara vivo. Aunque
se sentía un olor espantoso, no podía permitir que ninguno escapara.
Media hora después, levanté las cenizas y las enterré.
Nunca dije nada por más que el
vigilante habló de lo que había visto esa noche. La asistente del doctor
me contó que éste le había pedido ayuda para inocular a las ratas con
algo, ella no sabía con qué, y que una de las ratas, a su parecer, había
muerto, y un día después estaba moviéndose dentro de la jaula. Cuando
el doctor la sacó para revisarla, la rata lo mordió y escapó.
Me dijo que no sabía nada acerca del libro, de hecho, no había vuelto a verlo.
Estoy preocupado por la desaparición del libro, pero hay algo que me tiene más inquieto: debo estar al pendiente de las ratas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario