Hace tres años, acababa de regresar de un viaje a las Cataratas del
Niágara con mi familia por el 4 de julio. Estábamos exhaustos luego de
conducir todo el día, así que pusimos a los niños en la cama y nos
fuimos a dormir.
A las 4 de la madrugada me desperté con la idea de que mi esposo había
ido al baño. Aproveché para jalar las sábanas, despertándolo en el
proceso. Me disculpé y le dije que pensé que se había levantado de la
cama. Cuando me vio, suspiró y retiró sus pies de la orilla de la cama
tan rápido que su rodilla casi me tiró. Me agarró y no dijo nada.
Luego de ajustar mi vista a la oscuridad por medio segundo, fui capaz de
distinguir qué causó la reacción. Al pie de la cama, sentado y
viéndonos de lejos, había lo que pensé era un hombre desnudo, o un gran
perro sin pelo de algún tipo. Su posición era perturbadora y no natural,
como si hubiese sido arrollado por un auto. Por alguna razón no sentí
miedo, sino preocupación por su condición. Hasta ese momento, estaba
bajo la asunción de que debíamos ayudarlo.
Mi esposo estaba viendo sobre su brazo y la rodilla, doblado en posición
fetal, ocasionalmente viéndome antes de regresar la mirada a la
criatura.
En un movimiento veloz se arrastró hacia nosotros, a un lado de la cama,
hasta quedar a poco menos de 30 cm. del rostro de mi esposo. Por medio
minuto, en silencio, sólo le observó.
Se levantó y corrió al pasillo en dirección a los cuartos de los niños.
Grité y fui tras él para detenerlo y evitar que los hiriera. Cuando
llegué al pasillo, la tenue iluminación era suficiente como para verlo
agachado y jorobado a unos 6 metros a la distancia. Estaba cubierto de
sangre y tenía a Clara, mi hija. La arrojó bruscamente y huyó por las
escaleras cuando mi esposo le disparó con su arma desde la habitación.
Una gran herida atravesaba el pecho de Clara y con esfuerzo se mantenía
consciente. Llamamos por una ambulancia e inútilmente tratamos de
detener el sangrado, mi esposo maldecía iracundo y lloraba
descontrolado. Presenciar la vida de mi hija terminar me tenía
paralizada y escuchar los lamentos de su hermano menor ante la situación
fue insoportable. Sin darme mucha oportunidad de reaccionar mi esposo
tomó a Clara y la llevó a la camioneta, desesperado por la ausencia de
ayuda la encaminó él mismo al hospital. Estoy segura de haberla
escuchado decir “Él es el Rastrillo” en una débil y esforzada voz previo
a que dejara la habitación.
Impactaron violentamente contra un camión de carga que frecuentaba la ruta de nuestro pueblo, murieron casi instantáneamente.
En pocos días la noticia se movilizó entre los medios. La policía ayudó
un poco al principio, y el diario local tomó mucho interés en ello. Pero
nada jamás fue publicado, y la nota en las noticias locales nunca tuvo
seguimiento.
Por varios meses, mi hijo Justin y yo nos quedamos en un hotel cercano a
casa de mis padres. Después de que decidimos regresar a casa, comencé a
buscar respuestas por mí misma. Eventualmente encontré a un hombre en
otra ciudad vecina que tuvo una historia similar. Entramos en contacto y
comenzamos a hablar de lo ocurrido. Conocía a otras dos personas que
habían visto a la criatura que ahora llamaremos El Rastrillo, en Nueva
York.
Nos tomó a los cuatro casi dos años de buscar en Internet y escribir
cartas para obtener una pequeña colección de lo que creíamos que eran
registros del Rastrillo. Ninguno dio detalles, historia o seguimiento.
Una jornada involucraba a la criatura en sus primeras 3 páginas, y nunca
mencionada de nuevo. El diario de un marinero no explicaba nada del
encuentro, diciendo que el Rastrillo le ordenó largarse del puerto en el
que recientemente había desembarcado. Fue la última entrada del diario.
Eran varias las instancias en que la visita de la criatura era una en
una serie de visitas a la misma persona. Muchos daban registro de que el
Rastrillo les habló, mi hija incluida en esos testigos. Esto nos llevó a
preguntarnos si el Rastrillo nos había visitado anteriormente antes del
último encuentro.
Puse una grabadora digital cerca a mi cama y la dejé corriendo por toda
la noche, cada noche, por dos semanas. Oía con interés los sonidos cada
día que me despertaba. Para terminar con la segunda semana, estaba
acostumbrada al sonido usual del sueño mientras oía el audio a 8 veces
la velocidad normal, por cerca de una hora diaria.
Casi a finales del primer mes oí algo diferente. Una voz aguda,
estridente. Era el Rastrillo. No pude escucharlo lo suficiente como para
transcribirlo. No había dejado que nadie lo oyera. Todo lo que sé, es
que lo oí antes, y ahora sé que habló cuando estaba sentado frente a mi
esposo. No recuerdo haberlo oído en ese momento, pero, por alguna razón,
la voz en la grabadora inmediatamente me lleva de vuelta a ese momento.
Los pensamientos que debieron pasar por la mente de mi hija me hicieron enojar.
No he visto al Rastrillo desde que arruinó mi vida, pero sé que ha
estado en mi habitación mientras dormía. Sé y temo que un día despertaré
para verlo de pie, con su mirada vacía puesta sobre mí.
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