A mediados de los ochentas, Hugo Flores
vendía afiches en varias ferias libres. Los afiches más requeridos eran
los de un entonces negro Michael Jackson y los de un Luis Miguel
adolescente, sin señales de músculos y sin ese color zallo que su cara
agarró a fines de la década. Curiosamente, en el tercer lugar de las
preferencias de los clientes de don Hugo no figuraba un ídolo pop. El
otro afiche que arrasaba en las ventas era uno que pasaría a la historia
«freak» chilena, como El Niño que Llora.
Indiscutiblemente triste, el cuadro de
aquel llorón rubiecito y de ojos azules, por alguna razón gustaba mucho a
los clientes de las ferias y había semanas en que se vendía como pan
caliente. Durante años, la imagen del pequeño de las lágrimas peleó codo
a codo en el ranking de ventas contra el rey del pop y contra la
entonces promesa de la balada latina. Pero esa conmovedora sensación que
inspiraba el pequeño se esfumó de un minuto a otro. Un rumor empezó a
correr, poderoso e imparable, y terminó por convertirse en mito. Y como
tal, mientras más se ventilaba, más versiones generaba:
El cuadro, del que también se
vendían reproducciones en óleo en la Plaza de Armas y en algunas
pinacotecas, traía mala suerte. Las familias que lo llevaban para decorar sus casas, se peleaban o vivían catástrofes.
De medianoche, el que quisiera podía hacer un pacto con el mismísimo Diablo. Había que invertir el cuadro para lograrlo.
Si el cuadro se giraba 90 grados, era
posible ver a una figura monstruosa que aparecía devorando al pequeño.
Esto demostraba, supuestamente, el carácter maléfico de la pintura.
La mejor forma de terminar con la maldición del cuadro, era quemándolo.
«La gente me empezó a decir que el afiche
era diabólico, pero yo nunca creí en eso. Además, personalmente, no me
gustaba el cuadro, porque yo soy llorón y no quería ver a alguien en las
mismas, y en mi casa. De repente se empezó a vender menos, cada vez
menos, hasta que ya nadie lo pedía», recordaba Hugo Flores. Y no era que
sólo ya no lo quisieran, sino que los que lo habían adquirido empezaron
a deshacerse del cuadro. A comienzos de los noventas ya casi no había
señales de la imagen.
La señora Iris Rebolledo recordaba que
era tan fuerte el rumor de la maldición que escondía el cuadro, que con
su marido decidieron deshacerse de él en 1982. Y lo quemaron. No se
había acordado del tema hasta hoy. Quedó inquieta después de las
preguntas y al otro día, cuando estaba en la peluquería, decidió poner
el tema en el tapete. La historia que narró paró los pelos de los
clientes que estaban ahí; y no sólo eso, sino que provocó una seguidilla
de confesiones: una mujer contó que cuando estaba en el colegio, el
cuadro colgaba en una de las salas de clases y que a los niños les daba
miedo entrar ahí. Creían que era Satanás. Iris pensó que el tema
llegaría hasta ahí, pero aún quedaban un par de anécdotas por escuchar.
Otra de las clientas recordó que su cuñado había tenido la imagen en su
casa y que sólo había vivido desgracias; y otro, confesó que una vez
había obsequiado un bosquejo a lápiz del Niño y a la persona que lo
había recibido le había empezado a ir de mal en peor.
Tratando de encontrar una explicación del
fenómeno, recorrimos ferias, mercados persas, anticuarios y
pinacotecas. La idea era empezar por saber quién lo había pintado y si
lo había hecho con esas intenciones. En definitiva, cuanto había de
mito. Y pese a que El Niño que Llora no estaba por ningún lado, los
testimonios aparecían por montones.
Una profesional cuyo nombre comienza con M describió que la imagen estuvo en su familia
hasta el 89. «Relacionamos la cantidad de peleas que hubo en la casa
con la presencia de la figura. De hecho, después de quemarla (fue antes
de una Navidad), no hubo más conflictos ni escándalos».
La comerciante Soledad Jara sentía que el cuadro del Niño que Llora marcó buena parte de su vida: «Cuando era chica,
teníamos una vecina que era amante de mi papá (sin que nosotros lo
supiéramos), que le regaló esta imagen. Y luego de que lo pusiera al
lado de la escalera empezaron los problemas: el más grave es que mi mamá
se fue de la casa. A nosotros nos empezó a dar miedo el cuadro y,
cuando mi papá salía, lo escondíamos en la despensa o en el tercer piso.
Lo sacábamos sólo cuando él ya estaba por llegar. Un día le dijimos que
nos daba miedo, y nos ordenó dejarlo definitivamente en la despensa. Al
otro día, él se quedó sin trabajo. Sé que no es creíble, pero desde
entonces tuvimos más y más pobreza. Siete años de miseria. Recuerdo que
me puse rebelde y que, incluso, una noche de San Juan traté de invocar a
Satanás. Nos iba mal en todo, hasta que una señora nos dijo que había
que regalar el cuadro para terminar con la maldición; pero a nosotros
nos daba lata regalarlo, porque le podíamos hacer daño a alguien. Un
día, un cercano nos pidió que se lo diéramos, y así lo hicimos. A veces
me siento culpable, porque después de eso chocó el auto, perdió su casa y
se fue al sur. Nunca más supe de él… eso fue en el 88, me acuerdo bien
porque a la semana a mi papá lo contrataron en una empresa, después de
siete años de cesantía y de trabajar en lo que fuera».
Mucha gente recuerda la historia,
ya sea porque tuvo al famoso Niño en su casa o, simplemente, porque la
escuchó. Sin embargo, dar con un óleo o afiche hoy es casi lo mismo que
encontrar una aguja en un pajar. Una pista esperanzadora surgió
entremedio: «En el restorán La Pica de Lucho Jara lo tienen». Pero Luis
Jara (el dueño del local, no el cantante) ya no lo tenía. «Estuvo aquí
hasta hace algunos meses, pero siempre venía una universitaria y me
pedía que se lo regalara. Hasta que un día se lo pasé», explicaba. Don
Luis, muy amable, quedó pensativo con aquello del cuadro y, para
ayudarnos, comenzó a averiguar en dónde estaba la joven.
Le preguntó a unos compañeros de ésta, que eran clientes de su
restorán, en dónde poder ubicarla. Pero ella había congelado su carrera y
estaba inubicable.
Sin embargo, había un dato más. Impresos
San Isidro, ubicado en Arturo Prat, era el lugar en donde se hacía en
serie el afiche. «En esa época se trabajaba con películas y cuando el
rumor empezó a correr tan fuerte, se dejó de vender y no lo hicimos más.
No trabajábamos con un sistema computacional como ahora. Puede que esté
por ahí la película original de esa imagen, pero ya debe estar velada»,
explicaba un funcionario del lugar, quien acto seguido, entregó
información de otros sitios en donde podía existir una copia. La
búsqueda, entonces, siguió con una copia en blanco y negro, bajada de
internet. Pero no hubo suerte.
En la Plaza de Armas dijeron que hace
muchos años que no veían una reproducción del pequeño. «Pero ese señor
de polera roja es muy rápido y, si necesitas uno, te lo puede hacer»,
advirtió un artista. Efectivamente, el personaje de polera roja se
interesó en pintar por encargo. Eso hasta que vio la figura extraída de
internet. «Ah no, yo te pinto cualquier cosa que quieras, menos eso.
Tengo una historia muy desagradable», dijo, y no quiso ahondar en el
tema. Entregó datos de otro lugar. Lo mismo hicieron en ese destino. Era
necesario seguir buscando.
Según la leyenda, este cuadro nació en
España —curiosamente en los Años 50, en la era de Franco— y se extendió a
otros países como Turquía, Argentina y Chile. Pero sobre el supuesto
autor se sabe muy poco. Sitios en internet (hay foros y blogs que hablan
del tema) señalan que lo había pintado el sevillano Bruno Amadio, alias
Bragolin, pero no aparecen elementos biográficos de tal autor. Sólo
datos que alimentan la leyenda: Bragolin había pintado a este rubiecito
en un orfanato, poco después de que el pequeño poso para el pintor, el
orfanato, se incendiara. El espíritu del huérfano, entonces, había
quedado atrapado, y ahí partiría la maldición. El supuesto Bragolin
había pintado otros 27 cuadros de niños llorando. De hecho, en Chile
también se vendió una versión femenina, aunque en menor cantidad: La
Niña que Llora.
El curador de arte Ernesto Muñoz duda de
la existencia de este pintor y cree que pudo ser una «empresa
publicitaria» la creadora del cuadro. Además, Muñoz recuerda que este
fenómeno de comprar por montones un cuadro o afiches pertenece a la
masificación del arte, cosa que ocurre en todas las épocas y en donde
juegan elementos extras a la creación. «A fines del siglo pasado casi
todo el mundo tenía en sus casas La Zamacueca (del pintor chileno Manuel
Antonio Caro), y en los setentas los cuadros de Hamilton se colgaron
con la misma rapidez que se fueron», decía, restando importancia al mito
del Niño que Llora.
La profesora de artes plásticas Paula
Valdes Bowen aceptó hacer un análisis artístico del cuadro: «Este
retrato pertenece al estilo realista y, como dice la palabra, muestra la
realidad emocional de un niño. Está envuelto en una penumbra de claros y
oscuros, lo que le da un carácter dramático. Las creencias que le
otorga el sentimiento popular tienen que ver con el encuentro del
espectador frente a la obra. Es decir, con cómo se comunica la obra en
la experiencia del que la ve. Dicho de otra forma, el espectador puede
ver la pena, la inocencia, el abandono y otras emociones que le
transmite el niño. Pero también puede verlo como belleza, delicadeza,
elegancia». Bowen señala que el sentimiento popular se transmite a las
personas desde un líder de una comunidad que ensalza y da un valor
trascendente a la obra. El pueblo que la observa, según afirma, verá lo
que su líder le otorgó como valor. «De ahí nacieron los iconos de
diferentes religiones en la historia».
Pero el niño no aparece. Caminando de
tienda en tienda, por la calle Sazie, por la feria Santa Lucia, por un
caracol en estación Central y cerca de la Casa Colorada, se recogieron
historias: dicen que en los ochentas un señor «bueno pa’ tomar» lo
pintaba por $ 5.000 en un par de horas y luego se emborrachaba con la
plata, pero que nunca lo volvieron a ver.
Finalmente, estaba la pista crucial.
Patricio Sánchez, el ideólogo de las fiestas kitsch, lo atesoraba en un
rincón junto a una antigua bebida cola Free y a unas muñecas ochenteras.
«En Puente Alto, en la casa de unos tíos en donde yo viví hasta los
cinco años tenían el cuadro. Como todo el mundo, yo escuché la historia,
pero nunca tuve miedo. No soy supersticioso. Hace unos cuatro años
mandé a hacer una copia del cuadro de mis tíos y la enmarqué. Ésa es la
que tengo, y me ha ido muy bien. Mis tíos lo siguen teniendo también.
Pero hay gente que repele la imagen y me preguntan por qué la tengo. Si
piensas en regalarlo, mucha gente te lo devolvería. Yo siento que hubo
una discriminación injusta con este cuadro. Finalmente, es como si la
gente lo hiciera llorar», dice Sánchez. Este productor cuenta que en
aquella época decían que no importaba dónde el espectador se ubicara,
que los ojos del Niño siempre estaban mirando. Pero él dice que eso
sucede con cualquier cuadro. El próximo año, Sánchez ocupó la imagen del
pequeño en sus campañas publicitarias ligadas al mundo kitsch. Como
para hacerle «justicia» de una vez por todas al niño de las lágrimas
inquietantes.
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